Odio ése nudo en el estómago que se hace cada vez que tu corazón se hace pasita.
Odio ser una receptora inevitable de los peores sentimientos del mundo, estúpido fatalismo heredado.
Lo que odiaba, y ahora no entiendo qué pasó, y por qué ha cambiado, era la necesidad de contarle a todo el mundo todo lo que pasaba a mi alrededor. Todo. Hasta la pendejada más pendeja. Si no tenía luz, si tenía comezón en una pierna... éso incluye también cosas que el mundo no tenía que saber, como si estaba dolida, ardida, enojada o molesta o felíz, o cosas que, hoy entiendo, solo me importan a mi, y a mi solita, a los demás les viene valiendo madres. Los seres humanos somos egoistas y egocéntricos por naturaleza. Dicen que no, pero queremos a los demás por como nos sentimos individualmente a su lado, no por ellos.
Otra vez, y de nueva cuenta en menos de dos años, estoy por atravesar más cambios. Es como si de la Mafer estable que conocía sólo quedara el recuerdo. Cambio de todo, todo el tiempo. La rareza de esta ocasión radica en que por primera vez (en mi vida creo) no tengo necesidad de contárselo a nadie... o las ganas, porque tal vez la necesidad sí, pero me da una pereza enorme tener que ahondar en detalles de lo que me esta pasando cada vez que me preguntan.
Me volví una caja hermética.
Siento que preguntan cómo voy o qué me pasa sólo por cortesía, por obligación. Siento también nulas intenciones de contarle nada a nadie más que a mi, de rendirle cuentas a nadie más que a mi. Estoy aquí, conmigo, y a la única que le importa es a mi, así me siento.
Y entonces, el nudo en la panza.
Tengo muchas ganas de irme a la playa antes de entrar al nuevo trabajo, yo sola y mis ideas. Y darme ése abrazo que vengo necesitando real desde hace días yo solita, sin cuestionamientos ni prejuicios. Sólo para abrir el candado que he traído puesto éstas semanas acompañado de silencio, si es posible.
Estoy agotada de pensar.
miércoles, 11 de mayo de 2011
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